
Los discursos internacionales celebran la importancia de financiar a los pueblos indígenas, afrodescendientes y comunidades locales. Sin embargo, cuando se desagregan los datos y se escuchan las voces de las mujeres que sostienen estas luchas, aparece un patrón doloroso: la ceguera racial de los donantes, que se traduce en desigualdad estructural en los presupuestos y en la reproducción de dinámicas de poder coloniales.
En el marco de la investigación realizada junto a la Rights and Resources Initiative (RRI) y la Women in Global South Alliance (WiGSA), desde VOZES acompañamos a estas organizaciones para recuperar su situación y visibilizar sus experiencias. Escuchamos directamente a sus lideresas, quienes compartieron no solo datos duros sino también sus historias de resistencia, sus estrategias comunitarias y sus saberes.
Los hallazgos son contundentes. Las organizaciones afrodescendientes manejan presupuestos que son menos de la mitad de los que acceden las indígenas o comunitarias. En 2023, mientras el presupuesto promedio de las organizaciones indígenas alcanzaba los USD 273.466, el de las afrodescendientes se quedaba en apenas USD 154.000. La diferencia no es técnica, sino política: refleja la falta de prioridad de los donantes hacia la justicia racial y la invisibilización sistemática del racismo en sus estrategias.
Como lo señala la Red de Mujeres Afrolatinoamericanas, Afrocaribeñas y de la Diáspora (RMAAD), la ausencia de fondos específicos para combatir el racismo estructural obliga a estas redes a “traducir” constantemente su agenda para encajarla en marcos genéricos de igualdad de género. En palabras de sus lideresas, “el problema no es tanto ser mujeres, sino ser mujeres negras”. Se trata de una doble discriminación: por género y por raza.
Pero no todo son sombras. Los procesos de indagación nos permitieron conocer también las prácticas poderosas que sostienen estas organizaciones, incluso en condiciones de enorme precariedad y con una dependencia muy marcada del voluntariado —mucho mayor en organizaciones afrodescendientes que en indígenas—. A pesar de ello, han construido escuelas afrofeministas, observatorios de violencia, protocolos de autocuidado y espacios colectivos de decisión profundamente democráticos. Estas experiencias son, en sí mismas, buenas noticias: muestran que cuando existe un mínimo de confianza y flexibilidad por parte de donantes —como en diversos casos que se muestran en el estudio—, el impacto se multiplica y las organizaciones pueden planificar, retener talento y sostener sus luchas.
El desafío es transformar las dinámicas de poder que mantienen a estas organizaciones en la precariedad. Para ello, los donantes deben dejar de exigir “traducciones” y comenzar a financiar explícitamente agendas de justicia racial, con fondos institucionales, plurianuales y flexibles. Deben reconocer que la sostenibilidad no es tener dinero en la cuenta hoy, sino la previsibilidad de poder existir mañana.
Escuchar y confiar en las mujeres afrodescendientes e indígenas, reconocer sus experiencias y saberes como brújula, y redistribuir los recursos con criterios de justicia racial y de género no es un acto de generosidad, es una deuda histórica y una condición indispensable para transformar las estructuras de exclusión que aún marcan el mapa del financiamiento global.